Desde el momento en que nacemos, nos enseñan a identificarnos con la forma física. Aprendemos a rotular y compartimentar a los demás según su forma. Estas erróneas identidades conducen a una falsa consciencia de nosotros, que puede incluir las categorías niño/a, hombre, mujer, maestro/a, ingeniero/a, francés/a, negro/a, blanco/a, cristiano/a, musulmán/a, etc.
Cuando limitamos la consciencia de nuestro ser a una etiqueta o compartimento, nos volvemos protectores y defensores de nuestro rótulo. La inseguridad se vuelve nuestra compañera. El miedo y la ira se transforman en moneda corriente en nuestras relaciones.
Más aún, si sólo nos identificamos con nuestro cuerpo, nos ponemos tensos y nos preocupa su forma, aspecto y edad. Esto nos alienta a crear el hábito de la comparación que, fácilmente y con frecuencia, da como resultado la pérdida de la autoestima.
La verdadera belleza poco tiene que ver con nuestro cuerpo, y nosotros lo sabemos de manera intuitiva, pero ante el condicionamiento cultural y las presiones de la sociedad moderna, transitamos con la ilusión preponderante de que la belleza es lo que vemos en el espejo del baño por las mañanas.
Esta “identidad mal colocada” es el gran error que todos cometemos. En verdad, la identidad real, original y eterna del yo no se basa en nuestro cuerpo, nuestros actos o nuestro lugar de nacimiento, sino en nuestra esencia.
La consciencia de nuestro yo, del ser, no desmerece el valor del cerebro o del cuerpo, simplemente corrige nuestra relación con ambos, rompe el hechizo del olvido del yo y el hábito de identificarnos con la forma.
Extracto del libro:
A la luz de la meditación.
Una guía para meditar y alcanzar el desarrollo espiritual
Ed. Kier
Mike George
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