Con el paso de los años, las innumerables situaciones en las que he tenido que dar mi nombre, dirección, teléfono, edad, nivel académico, ocupación y nacionalidad han reforzado el sentimiento de que yo soy esa identidad temporal.
Después de repetir miles de veces esos aspectos a mí mismo y a los otros, se han arraigado tan profundamente en mí que ya no tengo dudas de que soy ese conjunto de coordenadas físicas y nada más. Lo irónico es que esta autoidentificación errónea es el resultado inevitable de mis constantes tentativas pera sentirme más seguro. Las situaciones y otras personas me presentan sus respectivas etiquetas y yo mismo me las engancho.
Estas etiquetas son las restricciones impuestas sobre el yo verdadero por el llamado ser inferior o ego. Dentro de esos límites, me acomodo y continúo viviendo de tal forma que incluso me desacredito en cualquier existencia fuera de ellos. Si me clasifico de acuerdo a los adjetivos relacionados con la forma física, me transformo en un terreno abonado para el prejuicio, la parcialidad y el fanatismo.
Con una visión más elevada y verdadera, el prejuicio sexual, racial, cultural, religioso y social pueden evitarse con facilidad. El desarrollo de la visión de hermandad basado en la certeza de que, tras cualquiera de los adjetivos mencionados arriba, yo y los otros somos esencialmente seres espirituales, me ayuda a eliminar la intolerancia.
Comprendo que, como entidades conscientes, a pesar de poseer características personales diferentes que determinan nuestra individualidad, todos nosotros tenemos los mismos derechos para disfrutar, del mejor modo posible, de nuestra existencia en la Tierra.
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